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El niño y el dragón

Posted by WhatTheFuck On 18:15 0 furcias han comentado

Había una vez un niño llamado Ian. Vivía en un pueblo no muy grande, aunque a menudo viajaba por el mundo junto a sus padres. En esta ocasión habían ido a una ciudad en la costa. Un día fueron a pasear al puerto y pudieron entrar a ver por dentro unos barcos de guerra ya que su padre tenía algunos contactos y les permitieron el paso e incluso les guiaron a través de un par. Aunque al niño le daba miedo el océano, al estar en un barco no sentía miedo, se sentía seguro. Al salir de vuelta al puerto, se encontraron con un señor muy alto, con el cual el niño empezó a hablar ya que era muy extrovertido. Él no tenía ni idea, pero resultó que el señor era un príncipe, y no uno cualquiera, si no un príncipe de esos que rescatan a damas en apuros, matan dragones y son queridos por sus pueblos. El niño cuando lo descubrió no pudo evitar soltar su admiración por él y sus actos. El príncipe, llamado Cast, le comentó al niño que casualmente él andaba buscando un joven escudero al que instruir y que le acompañara en sus viajes, y que casualmente ese mismo día partía a una misión a una región cercana y necesitaba a alguien que le ayudara. El niño, emocionado por lo que el príncipe le decía, se ofreció sin dudarlo ni un segundo. El príncipe habló con sus padres y estos aceptaron que el niño fuera con él pese al peligro, pues era un honor para ellos y, sobre todo, porque sabían que el niño lo deseaba de todo corazón. Al fin y al cabo no eran unos inconscientes y no es que no se preocupasen por él, pero confiaban en que él mismo supiera dónde se estaba metiendo, pues pese a su edad, sabían que su hijo era muy maduro y consciente de las cosas.


El príncipe y el niño partieron pues, rumbo a una cueva en la que habitaba un dragón que salía cada mucho, mucho tiempo y había sido avistado recientemente. Durante el trayecto, que duraría un par de días, el príncipe decidió empezar con el entrenamiento básico para el niño. Le enseñó a disparar la red para atrapar dragones, que sería su cometido más importante. Una vez el niño dominó esa tarea, empezó a enseñarle a manejar una daga algo grande, aunque para el niño era prácticamente como una espada en proporción a su tamaño y fuerza. El príncipe era paciente y explicaba bien las cosas. De ese modo aprendió lo básico del manejo de la espada, y aunque no fuese un diestro espadachín, al menos podría desenvolverse con su daga en una situación de peligro, por algo se empezaba.


Pasaron los días y finalmente llegaron a su destino. Juntos se adentraron en la húmeda oscuridad de la cueva. Avanzaban sigilosamente, codo con codo. Sin embargo, el niño que era un poco torpe tropezó e hizo ruido contra unas piedras que había. El eco hizo el resto del trabajo y no pudieron pasar desapercibidos. El dragón desplegó sus alas y atravesó la sala como si fuera envuelto en llamas, pues el fuego que brotaba de su boca terminaba quedando por detrás de él debido a lo rápido que avanzaba. Ian sintió por un momento una extraña mirada de tristeza, una mirada de pesar en los ojos del dragón. Pese a la velocidad del dragón, el niño reaccionó a tiempo. Ambos esquivaron el envite del dragón e Ian disparó la red al dragón y acertó de lleno. Dicha red no era una red normal, si no que además tenía una cuerda que salía de la red para poder agarrarse a ella y llegar hasta el dragón. El príncipe corrió a aferrarse a la cuerda y fue acercándose más y más al dragón con sus fuertes brazos avanzando por la cuerda mientras éste seguía volando. Finalmente llegó hasta su lomo y sacó su espada para hundirla en la piel escamosa del dragón, sin embargo la criatura se zarandeó con violencia, hizo que el príncipe perdiera el equilibrio y salió despedido contra la pared. El niño contempló cómo el dragón se acercaba al príncipe y, asustado, comenzó a pensar en cómo podría salvar la situación. Por un momento pensó en intentar matar al dragón él mismo, pero descartó rápido esa idea, pues no tenía la habilidad ni la fuerza suficiente para lograrlo. Entonces se le ocurrió una idea. La idea más estúpida posible, pero era la única esperanza que quedaba. Se plantó frente al dragón que estaba ya junto al cuerpo del príncipe y no solo no empuñó la daga, si no que la arrojó al suelo y la alejó de una patada. El dragón, curioso se sentó a contemplar la escena.

- ¿Esperas clemencia por mi parte, chico? - Dijo el dragón, para asombro del niño. - No deberías esperar que aquel al que pretendíais quitarle la vida perdone la vuestra.

- ¿Entonces por qué matáis los dragones a gente? ¿Acaso no sois malos?

- ¿Matar? Sí, he matado a gente, pero únicamente para proteger mi propia vida, ya que siempre termina viniendo alguien a intentar arrebatármela. Lo único que hago es, de vez en cuando, salir a por alimento. Vegetales y animales, lo típico que cualquier ser vivo comería. Si crees que eso me convierte en malvado, entonces todos los animales que comen seres vivos para sobrevivir lo son, y eso os incluye a los humanos. Sin embargo, tal vez deberías preguntarte quién es el malo en esta situación. ¿Soy yo, o lo son aquellos humanos que intentan acabar con los dragones y todo aquello que temen pese a que no haya maldad en ellos? La gente lucha contra aquello que teme, y la mayoría temen aquello que no entienden, y nunca nadie ha intentado entender a un dragón. Nosotros hemos hablado, pero nadie ha querido escuchar. Y es por culpa de ese miedo que a veces los humanos cometéis grandes estupideces. Creáis prejuicios y creéis que las cosas son blancas o negras porque otras personas así os lo dicen, cuando en realidad deberíais pararos vosotros mismos a descubrir que no todo lo que parece blanco es blanco y no todo lo que parece negro es negro, así como que la moralidad puede ser de un ambiguo color gris. A veces tenemos que pararnos a pensar y descubrir que no todo lo que nos dicen es cierto, y que a veces, aunque para esa persona sea cierto, no tiene por qué ser de mismo modo para nosotros, pues opiniones puede haber tantas como seres inteligentes haya en el planeta, pero matamos a la inteligencia aceptando lo que dicen los demás sin pensarlo por nosotros mismos.

El niño se disculpó y pidió ayuda al dragón para juntos transmitirle el mundo lo que había aprendido gracias a él. No por salvar su propia vida y la del príncipe, si no porque sabía que era lo correcto. El dragón sintió la sinceridad del niño y aceptó de buen gusto. Así es como Ian ese día hizo dos amigos inesperados. Un grandioso príncipe y un sabio dragón. Y así es como empezó la aventura que realmente importaba, aquella en la que enseñaría al mundo a no caer en los prejuicios y a no odiar sin razón, y a respetar a los demás incluso a pesar de tal vez odiarlos.

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